Sin ejército, con un siglo largo de democracia a sus espaldas y unos servicios sociales equiparables a los de muchos países de Europa, Costa Rica es una especie de “trópico utópico” en la cintura de América, con todavía mucho más de lo que presumir. En primer lugar, de contar con nada menos que una cuarta parte de su territorio catalogada como parques nacionales o reservas naturales. Hay tantos de estos espacios protegidos, y con ecosistemas tan dispares, que no será fácil decidir por cuáles de sus selvas y bosques salir al encuentro de una biodiversidad –digna de figurar en el Libro Guinness de los Récords– que lo han convertido en un destino pionero para el ecoturismo a nivel mundial. Igualmente suman, cómo no, sus playas, asomadas, según se prefiera, al Mar Caribe o al Océano Pacífico, y desde luego también el exceso de volcanes que concentra esta porción del llamado Cinturón de Fuego del Pacífico. Algunos de ellos resultan aquí tan increíblemente accesibles, que resulta posible llegar a explorarlos sin apenas esfuerzo hasta plantarse en su mismísima cima.
De la tríada de cadenas montañosas que atraviesan Costa Rica, es por su Cordillera Volcánica Central donde late el alma de los ticos, que es como sus habitantes se denominan a sí mismos por, aseguran las malas lenguas, repetir tan a menudo aquello de “un momentico”. Los apenas ochenta kilómetros de largo de este espinazo que parte en dos el país concentran al grueso de su población gracias a la fertilidad del Valle Central. La propia capital, San José, queda a los pies de estas abruptas sierras, al igual que la cercana Cartago –que hizo las veces de capital hasta 1823– y las otras ciudades principales de Alajuela y Heredia. En todas ellas los terremotos hicieron de las suyas, por lo que, aunque algo queda de su traza colonial, la naturaleza impone mucho más por toda esta zona que cualquiera de sus legados históricos.
Irazú, el volcán más alto
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